El paraíso siempre perdido
por Rafael Doctor Roncero
¿Quiénes somos?
Según Alejandro Pasquale, somos lo que soñamos. Así titula a uno de sus trabajos, y en él comprime prácticamente todo su mundo particular y pictórico. En este cuadro y en este título encontramos todas las preguntas que la difícil ecuación de su obra parece proponernos. La infancia como tema central; la máscara como trampa constante; el juego como el guión perfecto; la naturaleza como la respuesta absoluta. Toda su obra gira desde hace años en torno a esos ejes que combina de diferente manera, produciendo en todos los casos un reto visual al espectador, quien fácilmente cae rendido ante la atracción de la perfecta composición y la magnífica factura que en cada una de las obras le ofrece. Todo es bello, todo está perfectamente dibujado, todo es reconocible, todo parece muy simple, pero sin embargo nadie sabe realmente qué es lo que está pasando allí. Sinceramente creo que ni el propio autor lo sabe, pues de otra manera ya habría resuelto su propio laberinto iconográfico imaginario. Pero no, no puede. El autor está atrapado en el sueño al que vuelve reiteradamente, pues ante todo él es lo que sueña. ¿Qué son esas máscaras continuas? ¿Qué hacen esas plantas exóticas curativas? ¿Y ese azul verdoso que invade la atmósfera en todos sus paisajes, que nos retrotrae constantemente a Patinir? ¿A qué juegan? ¿Y por qué hay pájaros siempre? Somos lo que soñamos, pero somos lo que sentimos, lo que vivimos, lo que amamos, lo que odiamos, lo que sufrimos, lo que comemos, lo que leemos, lo que oímos, lo que cantamos, lo que deseamos, lo que proyectamos… Somos nuestras verdades y nuestras mentiras, y también somos lo que pintamos.
Y sí, Alejandro Pasquale es todo lo que hay en esos cuadros: un niño y muchas máscaras. Un hombre-niño con todas las cuestiones a cuestas, con todos los dolores y los anhelos gritando a través del mundo paralelo que los pinceles le ofrecen; un niño con algo irresoluble al que parece gustarle regodearse constantemente en esa herida del pasado y del subconsciente permanente y activo, que no deja de gritar en el momento en que un lápiz le abre la puerta a esa otra dimensión: la representación.
Pintar-soñar. Estos cuadros son sueños planteados desde la consciencia de la razón. E interpretarlos como yo pretendo, es una empresa inútil. Por tanto, llevémoslos a nuestro propio espacio onírico y dejemos que hablen solos. Mirémoslos y cerremos los ojos. Shhh... ¡¡Silencio, silencio!! Oigamos su respiración, el delicado aleteo de los pájaros, dejémonos seducir por eso que llaman la vida secreta de las plantas y apartemos las preguntas. Y si topamos con esa inmensa melancolía que parece presidir esa esfera del mundo, no nos asustemos y dejemos que se exprese eso que sabemos que no podremos descifrar, pero que sí vamos a entender si no le hacemos preguntas. Quizás esté allí esa extraña desazón que porta toda vida, el misterio de las flores simples y esas otras de nombres extraños, la imposibilidad de un jardín que nos imponen cuando somos pura floresta y en general nuestra amarga aceptación de haber perdido el paraíso que, sin embargo, sentimos que aún vive dentro de nosotros.
3 DE AGOSTO - 8 DE SEPTIEMBRE 2018
El paraíso siempre perdido
por Rafael Doctor Roncero
¿Quiénes somos?
Según Alejandro Pasquale, somos lo que soñamos. Así titula a uno de sus trabajos, y en él comprime prácticamente todo su mundo particular y pictórico. En este cuadro y en este título encontramos todas las preguntas que la difícil ecuación de su obra parece proponernos. La infancia como tema central; la máscara como trampa constante; el juego como el guión perfecto; la naturaleza como la respuesta absoluta. Toda su obra gira desde hace años en torno a esos ejes que combina de diferente manera, produciendo en todos los casos un reto visual al espectador, quien fácilmente cae rendido ante la atracción de la perfecta composición y la magnífica factura que en cada una de las obras le ofrece. Todo es bello, todo está perfectamente dibujado, todo es reconocible, todo parece muy simple, pero sin embargo nadie sabe realmente qué es lo que está pasando allí. Sinceramente creo que ni el propio autor lo sabe, pues de otra manera ya habría resuelto su propio laberinto iconográfico imaginario. Pero no, no puede. El autor está atrapado en el sueño al que vuelve reiteradamente, pues ante todo él es lo que sueña. ¿Qué son esas máscaras continuas? ¿Qué hacen esas plantas exóticas curativas? ¿Y ese azul verdoso que invade la atmósfera en todos sus paisajes, que nos retrotrae constantemente a Patinir? ¿A qué juegan? ¿Y por qué hay pájaros siempre? Somos lo que soñamos, pero somos lo que sentimos, lo que vivimos, lo que amamos, lo que odiamos, lo que sufrimos, lo que comemos, lo que leemos, lo que oímos, lo que cantamos, lo que deseamos, lo que proyectamos… Somos nuestras verdades y nuestras mentiras, y también somos lo que pintamos.
Y sí, Alejandro Pasquale es todo lo que hay en esos cuadros: un niño y muchas máscaras. Un hombre-niño con todas las cuestiones a cuestas, con todos los dolores y los anhelos gritando a través del mundo paralelo que los pinceles le ofrecen; un niño con algo irresoluble al que parece gustarle regodearse constantemente en esa herida del pasado y del subconsciente permanente y activo, que no deja de gritar en el momento en que un lápiz le abre la puerta a esa otra dimensión: la representación.
Pintar-soñar. Estos cuadros son sueños planteados desde la consciencia de la razón. E interpretarlos como yo pretendo, es una empresa inútil. Por tanto, llevémoslos a nuestro propio espacio onírico y dejemos que hablen solos. Mirémoslos y cerremos los ojos. Shhh... ¡¡Silencio, silencio!! Oigamos su respiración, el delicado aleteo de los pájaros, dejémonos seducir por eso que llaman la vida secreta de las plantas y apartemos las preguntas. Y si topamos con esa inmensa melancolía que parece presidir esa esfera del mundo, no nos asustemos y dejemos que se exprese eso que sabemos que no podremos descifrar, pero que sí vamos a entender si no le hacemos preguntas. Quizás esté allí esa extraña desazón que porta toda vida, el misterio de las flores simples y esas otras de nombres extraños, la imposibilidad de un jardín que nos imponen cuando somos pura floresta y en general nuestra amarga aceptación de haber perdido el paraíso que, sin embargo, sentimos que aún vive dentro de nosotros.
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