EL CANON BILLIKEN
Por el empuje obstinado de Eduardo Schiaffino y Adolfo Carranza, hacia finales del siglo XIX el joven estado argentino autorizó la creación de dos instituciones fundacionales para la construcción de la identidad de Nación que el liberalismo clásico proponía en la esfera de lo público: el Museo Nacional de Bellas Artes y el Museo Histórico Nacional. El apoyo ofrecido por los gobiernos conservadores del Partido Autonomista Nacional fue apenas escaso: edificios precarios que albergaron sus espacios y sumas dinerarias que apenas permitían su normal funcionamiento. Lo que nutrió de colecciones los acervos fue la voluntad y tenacidad de sus propios fundadores, quienes salieron a buscar en los coleccionistas privados los patrimonios necesarios para organizar esos primeros ensayos institucionales a través de un modelo de donación que dotaba de status a los donantes por el simple acto de convertirse en legatarios de estos museos.
Los modelos museísticos desarrollados por uno y otro director fueron diametralmente opuestos. Mientras Schiaffino proponía construir “el buen gusto” a partir de la constitución de una colección que brindara un canon visual que luego hiciera posible la existencia de “un arte argentino”, para Carranza la funcionalidad de las obras plásticas reunidas en el Museo Histórico era valorada solo por su utilidad narrativa que permitiera construir el imaginario de “lo argentino” así como por la supuesta veracidad histórica que las imágenes decían representar. Si para el proyecto moderno de Schiaffino el modelo de impacto en los públicos era un proceso lento que aspiraba a constituir un sentido estético que permitiera refinar y occidentalizar la incipiente cultura nacional, para Carranza era diametralmente lo opuesto: lo urgente era amalgamar el relato de lo argentino a través de imágenes potentes y concretas que narren con resultados crudos los sucesos de los últimos cien años en el país. Tanto fue el ímpetu de Carranza que unos años antes de las celebraciones del Centenario llegó a fundar con inversores privados la revista La ilustración histórica argentina, órgano de difusión del MHN que daba cuenta de las visualidades alojadas en él, así como también se ocupó de distribuir gratuitamente grabados de pinturas históricas y retratos de algunos próceres en escuelas y municipios del interior del país para colaborar en la “educación patriótica”.
Cuando Franco Fasoli me convocó para que trabajemos en su nueva exposición, me contó que hacía años quería retomar un proyecto propio que tenía abandonado: retratar escenas históricas sucedidas en la Argentina y que no habían tenido su correlato visual en imágenes. Daba vuelta además en él un deseo de unir genealogías y aglutinar producciones de sus contemporáneos que, con una denotada conciencia de lo político y con un profundo sentido del humor y del cinismo, resignifican la construcción sociopolítica de “lo nacional”. El momento, creímos, brindaba una buena oportunidad. En tiempos en donde lo que está en discusión es la batalla de sentido, nos pareció oportuno aprovechar la coyuntura política que hoy nos sumerge en una profunda ansiedad en ocupar el espacio expositivo para abrir debates que den cuenta de una revisión histórica.
Es probable que muchas de las obras que hoy pueblan esta exposición conserven como referencia alguna de las influencias estéticas de esos modelos museísticos que marcaron a fuego la identidad de lo nacional. Es que ese canon pretendidamente academicista que diseñó Schiaffino y donde conviven paisaje y solemnidad con desierto y metrópolis, y el canon historicista, ecuestre, bélico y de retratos propulsado por Carranza constituyeron los patrones visuales que ilustraron nuestros manuales escolares, los actos patrios y las revistas de nuestra infancia. Me gusta pensar que existe un canon instintivo, al que caprichosamente me gusta nombrarlo como El canon Billiken, que nos enseñó a mirar pintura involuntariamente, producto de la insistencia con la que las imágenes patrias se colaron en nuestra cotidianidad. Es que el estado liberal masón del siglo XIX utilizó el mismo método que hizo grande a la Iglesia Católica y construyó, a pesar suyo, su poderío a través de la guerra de las imágenes.
En esta exposición decidimos poner en diálogo un pequeño recorte de obras de artistas que han producido en el país durante los últimos 50 años y que dan cuenta de más de doscientos años de soberanía, fusionadas alrededor de núcleos porosos, abiertos y con límites flexibles. Conviven en la sala obras que abordan temas constitutivos y vertebrales en torno a la ficción histórica argentina. El arco narrativo va desde poéticas que revisitan los albores de las luchas patrias, pasando por el peronismo, por la capitalización de Buenos Aires, o la narrativa gauchesca, que se entremezclan también con otras que investigan las relaciones de la lucha de clase, los feminismos, la recuperación democrática, los usos y costumbres de las ciudades y el sentimiento de lo nacional. Diseminadas alrededor de lo que podría asemejarse a un museo de historia de cualquier ciudad de nuestro país - pero también a un aula de escuela- estas obras reunidas nos permiten trazar un pequeño y siempre inacabado álbum sobre el imaginario nacional.
Joaquín Barrera
Curaduría de Joaquín Barrera
12 DE ABRIL 2024 - 19 DE JUNIO 2024
EL CANON BILLIKEN
Por el empuje obstinado de Eduardo Schiaffino y Adolfo Carranza, hacia finales del siglo XIX el joven estado argentino autorizó la creación de dos instituciones fundacionales para la construcción de la identidad de Nación que el liberalismo clásico proponía en la esfera de lo público: el Museo Nacional de Bellas Artes y el Museo Histórico Nacional. El apoyo ofrecido por los gobiernos conservadores del Partido Autonomista Nacional fue apenas escaso: edificios precarios que albergaron sus espacios y sumas dinerarias que apenas permitían su normal funcionamiento. Lo que nutrió de colecciones los acervos fue la voluntad y tenacidad de sus propios fundadores, quienes salieron a buscar en los coleccionistas privados los patrimonios necesarios para organizar esos primeros ensayos institucionales a través de un modelo de donación que dotaba de status a los donantes por el simple acto de convertirse en legatarios de estos museos.
Los modelos museísticos desarrollados por uno y otro director fueron diametralmente opuestos. Mientras Schiaffino proponía construir “el buen gusto” a partir de la constitución de una colección que brindara un canon visual que luego hiciera posible la existencia de “un arte argentino”, para Carranza la funcionalidad de las obras plásticas reunidas en el Museo Histórico era valorada solo por su utilidad narrativa que permitiera construir el imaginario de “lo argentino” así como por la supuesta veracidad histórica que las imágenes decían representar. Si para el proyecto moderno de Schiaffino el modelo de impacto en los públicos era un proceso lento que aspiraba a constituir un sentido estético que permitiera refinar y occidentalizar la incipiente cultura nacional, para Carranza era diametralmente lo opuesto: lo urgente era amalgamar el relato de lo argentino a través de imágenes potentes y concretas que narren con resultados crudos los sucesos de los últimos cien años en el país. Tanto fue el ímpetu de Carranza que unos años antes de las celebraciones del Centenario llegó a fundar con inversores privados la revista La ilustración histórica argentina, órgano de difusión del MHN que daba cuenta de las visualidades alojadas en él, así como también se ocupó de distribuir gratuitamente grabados de pinturas históricas y retratos de algunos próceres en escuelas y municipios del interior del país para colaborar en la “educación patriótica”.
Cuando Franco Fasoli me convocó para que trabajemos en su nueva exposición, me contó que hacía años quería retomar un proyecto propio que tenía abandonado: retratar escenas históricas sucedidas en la Argentina y que no habían tenido su correlato visual en imágenes. Daba vuelta además en él un deseo de unir genealogías y aglutinar producciones de sus contemporáneos que, con una denotada conciencia de lo político y con un profundo sentido del humor y del cinismo, resignifican la construcción sociopolítica de “lo nacional”. El momento, creímos, brindaba una buena oportunidad. En tiempos en donde lo que está en discusión es la batalla de sentido, nos pareció oportuno aprovechar la coyuntura política que hoy nos sumerge en una profunda ansiedad en ocupar el espacio expositivo para abrir debates que den cuenta de una revisión histórica.
Es probable que muchas de las obras que hoy pueblan esta exposición conserven como referencia alguna de las influencias estéticas de esos modelos museísticos que marcaron a fuego la identidad de lo nacional. Es que ese canon pretendidamente academicista que diseñó Schiaffino y donde conviven paisaje y solemnidad con desierto y metrópolis, y el canon historicista, ecuestre, bélico y de retratos propulsado por Carranza constituyeron los patrones visuales que ilustraron nuestros manuales escolares, los actos patrios y las revistas de nuestra infancia. Me gusta pensar que existe un canon instintivo, al que caprichosamente me gusta nombrarlo como El canon Billiken, que nos enseñó a mirar pintura involuntariamente, producto de la insistencia con la que las imágenes patrias se colaron en nuestra cotidianidad. Es que el estado liberal masón del siglo XIX utilizó el mismo método que hizo grande a la Iglesia Católica y construyó, a pesar suyo, su poderío a través de la guerra de las imágenes.
En esta exposición decidimos poner en diálogo un pequeño recorte de obras de artistas que han producido en el país durante los últimos 50 años y que dan cuenta de más de doscientos años de soberanía, fusionadas alrededor de núcleos porosos, abiertos y con límites flexibles. Conviven en la sala obras que abordan temas constitutivos y vertebrales en torno a la ficción histórica argentina. El arco narrativo va desde poéticas que revisitan los albores de las luchas patrias, pasando por el peronismo, por la capitalización de Buenos Aires, o la narrativa gauchesca, que se entremezclan también con otras que investigan las relaciones de la lucha de clase, los feminismos, la recuperación democrática, los usos y costumbres de las ciudades y el sentimiento de lo nacional. Diseminadas alrededor de lo que podría asemejarse a un museo de historia de cualquier ciudad de nuestro país - pero también a un aula de escuela- estas obras reunidas nos permiten trazar un pequeño y siempre inacabado álbum sobre el imaginario nacional.
Joaquín Barrera