Entre los senderos de arbustos podados y cipreses que señalan el camino al cielo, todo parece estar en calma, como si se retrata el aliento antes de la acción. Se escucha el silencio del agua estanca, que no muta su cauce sino más bien lo conserva, sellado sobre sí. Es su quietud la que posibilita el reflejo nítido, ausencia necesaria para la reflexión. Aguas agitadas tan sólo pueden traducir manchas de luz y sombra, pero cuando ni el viento mueve la superficie, el reflejo puede volverse tan preciso que llega a espejar el mundo. Tomando la forma de lo que lo rodea, desdobla cada segundo que transcurre donde el tiempo pasa. La impresión de un instante o el ejercicio de volverse otro.
Las pinturas de Valentina componen la escenografía de un jardín, como aquellos que siglos atrás ocupaban hectáreas enteras al servicio del ocio y la meditación. Con ellos, los hombres poderosos del mundo hacían gala de su riqueza, y con un gesto altanero y sensual disponían de tierra en lucro cesante, ni huerta ni terreno de cultivo, para el deleite de los sentidos y la ensoñación.
Emblema de un supuesto dominio de la naturaleza por la razón, estos jardines de inspiración renacentista acataron los principios de la armonía a través de la mesura y simetría. Detrás de este gusto destilado, se ocultaba una fe ciega en una matriz matemática que lo estructure todo y lo vuelva predecible. Este incipiente humanismo encontró en los griegos su inspiración y definió la herencia de lo clásico mirando sus edificios -o lo que de ellos quedaba-, leyendo sus tratados y adorando sus esculturas, o las copias romanas, originales falsos que salvaron a los primeros del tiempo.
El color en las esculturas de Marcela, que ornamentan este jardín interior, parecen recordarnos que la blancura en la que occidente fundó su genealogía era mentirosa y su panteón de dioses hacía gala de una paleta variada. En las pinturas, el cielo se hace eco del verde que todo lo invade y calma. En ellas, la huella manual traiciona la apariencia digital y la simetría sólo es aparente, enunciando el descreimiento en la razón que representa, recta y constante. Su factura es ritualística, paciente y metódica; una práctica de apaciguamiento.
Sofía Reitter
Con texto de Sofía Reitter
2 DE MARZO 2023 - 21 DE ABRIL 2022
Entre los senderos de arbustos podados y cipreses que señalan el camino al cielo, todo parece estar en calma, como si se retrata el aliento antes de la acción. Se escucha el silencio del agua estanca, que no muta su cauce sino más bien lo conserva, sellado sobre sí. Es su quietud la que posibilita el reflejo nítido, ausencia necesaria para la reflexión. Aguas agitadas tan sólo pueden traducir manchas de luz y sombra, pero cuando ni el viento mueve la superficie, el reflejo puede volverse tan preciso que llega a espejar el mundo. Tomando la forma de lo que lo rodea, desdobla cada segundo que transcurre donde el tiempo pasa. La impresión de un instante o el ejercicio de volverse otro.
Las pinturas de Valentina componen la escenografía de un jardín, como aquellos que siglos atrás ocupaban hectáreas enteras al servicio del ocio y la meditación. Con ellos, los hombres poderosos del mundo hacían gala de su riqueza, y con un gesto altanero y sensual disponían de tierra en lucro cesante, ni huerta ni terreno de cultivo, para el deleite de los sentidos y la ensoñación.
Emblema de un supuesto dominio de la naturaleza por la razón, estos jardines de inspiración renacentista acataron los principios de la armonía a través de la mesura y simetría. Detrás de este gusto destilado, se ocultaba una fe ciega en una matriz matemática que lo estructure todo y lo vuelva predecible. Este incipiente humanismo encontró en los griegos su inspiración y definió la herencia de lo clásico mirando sus edificios -o lo que de ellos quedaba-, leyendo sus tratados y adorando sus esculturas, o las copias romanas, originales falsos que salvaron a los primeros del tiempo.
El color en las esculturas de Marcela, que ornamentan este jardín interior, parecen recordarnos que la blancura en la que occidente fundó su genealogía era mentirosa y su panteón de dioses hacía gala de una paleta variada. En las pinturas, el cielo se hace eco del verde que todo lo invade y calma. En ellas, la huella manual traiciona la apariencia digital y la simetría sólo es aparente, enunciando el descreimiento en la razón que representa, recta y constante. Su factura es ritualística, paciente y metódica; una práctica de apaciguamiento.
Sofía Reitter