La novela está ubicada en el lugar donde vamos a estar es el primer proyecto individual de Carla Lamoyi en Buenos Aires. En él, la artista no solo ha trabajado a partir de la arquitectura y del diseño propio del Espacio Qubo, de Quimera, como sucede en toda intervención site-specific. Entre el dibujo, la instalación y el relato, esta intervención sobre el muro incluye, además, algunas recreaciones de la vereda y los edificios aledaños, que se filtran a través de la vidriera que conecta la galería con Güemes, en el barrio de Palermo. Una forma situada de entender el dibujo, inseparable de su contexto, que le otorga un sentido concreto. Y a la vez una ventana al mundo, por supuesto enraizada en la tradición del cuadro como espacio ilusionista, pero no por ello menos material, que convoca una constelación de signos y marcas que conjugan el ahora con lo histórico, componiendo una suerte de memoria inventada del lugar, compuesta por imágenes actuales y virtuales, donde es tan importante lo que se representa como de qué forma lo percibimos.
A partir de unos fragmentos extraídos de la novela Los fantasmas, de César Aira, tres párrafos de texto se cruzan con las imágenes, orientando la lectura, que queda enmarcada en un diagrama que combina las figuraciones inspiradas en la planimetría y los métodos de edificación con una forma más plástica y simbólica de entender lo constructivo. En este sentido, junto a juegos de escala, andamios, cemento o grava, aparecen también otras figuras más narrativas que, como espectros, en principio no deberían estar ahí. Y sin embargo aparecen. Son capas tectónicas y vestigios de otras épocas, que hacen referencia a lo que nunca percibimos de la ciudad, es decir, a aquello que o bien carece de una dimensión espectacular o bien, directamente, yace oculto en el subsuelo. El urbanismo como un fenómeno ubicuo, que nunca cesa en búsqueda del progreso, salpicando nuestra vida en la ciudad con sus rituales y sus ruidos. Pero que, más allá de las obras icónicas y las grandes firmas de arquitectos internacionales, a veces, por saturación logra pasar desapercibido.
Por lo demás, la apariencia no-terminada de la obra, con zonas vacías e imágenes que desaparecen, nos trasportara de lleno a una estética de lo inconcluso, de un trabajo que sería imposible de terminar, al tiempo que nos sugiere una forma de contemplación activa. El espectador, no en vano, está obligado a entrar en su interior, saltando de cuadro a cuadro, deteniéndose en el brillo del grafito y en los volúmenes sugeridos, para percibir todo lo que podría acontecer en la obra, como quien entra y recorre un edificio. El resultado de estos movimientos de ida y vuelta arma una coreografía de la percepción, donde la realidad se produce mientras miramos y leemos, tanto las imágenes como el texto. Pero sin la posibilidad de volver al principio, ni tampoco a un centro predeterminado. De un dibujo a otro, saltando a través de la grilla de 42 zonas que forman este marco de marcos, recorremos este laberinto de lecturas ilimitadas atravesados por refracciones nuevas y multiplicaciones delirantes de la mirada, en una cascada de fragmentos que no pueden entenderse de manera individual, sino en contacto con el siguiente y el anterior, es decir, como una novela escrita a varias manos, que avanza al ritmo de la vida.
Curaduría: Alfredo Aracil.
La novela está ubicada en el lugar donde vamos a estar es el primer proyecto individual de Carla Lamoyi en Buenos Aires. En él, la artista no solo ha trabajado a partir de la arquitectura y del diseño propio del Espacio Qubo, de Quimera, como sucede en toda intervención site-specific. Entre el dibujo, la instalación y el relato, esta intervención sobre el muro incluye, además, algunas recreaciones de la vereda y los edificios aledaños, que se filtran a través de la vidriera que conecta la galería con Güemes, en el barrio de Palermo. Una forma situada de entender el dibujo, inseparable de su contexto, que le otorga un sentido concreto. Y a la vez una ventana al mundo, por supuesto enraizada en la tradición del cuadro como espacio ilusionista, pero no por ello menos material, que convoca una constelación de signos y marcas que conjugan el ahora con lo histórico, componiendo una suerte de memoria inventada del lugar, compuesta por imágenes actuales y virtuales, donde es tan importante lo que se representa como de qué forma lo percibimos.
A partir de unos fragmentos extraídos de la novela Los fantasmas, de César Aira, tres párrafos de texto se cruzan con las imágenes, orientando la lectura, que queda enmarcada en un diagrama que combina las figuraciones inspiradas en la planimetría y los métodos de edificación con una forma más plástica y simbólica de entender lo constructivo. En este sentido, junto a juegos de escala, andamios, cemento o grava, aparecen también otras figuras más narrativas que, como espectros, en principio no deberían estar ahí. Y sin embargo aparecen. Son capas tectónicas y vestigios de otras épocas, que hacen referencia a lo que nunca percibimos de la ciudad, es decir, a aquello que o bien carece de una dimensión espectacular o bien, directamente, yace oculto en el subsuelo. El urbanismo como un fenómeno ubicuo, que nunca cesa en búsqueda del progreso, salpicando nuestra vida en la ciudad con sus rituales y sus ruidos. Pero que, más allá de las obras icónicas y las grandes firmas de arquitectos internacionales, a veces, por saturación logra pasar desapercibido.
Por lo demás, la apariencia no-terminada de la obra, con zonas vacías e imágenes que desaparecen, nos trasportara de lleno a una estética de lo inconcluso, de un trabajo que sería imposible de terminar, al tiempo que nos sugiere una forma de contemplación activa. El espectador, no en vano, está obligado a entrar en su interior, saltando de cuadro a cuadro, deteniéndose en el brillo del grafito y en los volúmenes sugeridos, para percibir todo lo que podría acontecer en la obra, como quien entra y recorre un edificio. El resultado de estos movimientos de ida y vuelta arma una coreografía de la percepción, donde la realidad se produce mientras miramos y leemos, tanto las imágenes como el texto. Pero sin la posibilidad de volver al principio, ni tampoco a un centro predeterminado. De un dibujo a otro, saltando a través de la grilla de 42 zonas que forman este marco de marcos, recorremos este laberinto de lecturas ilimitadas atravesados por refracciones nuevas y multiplicaciones delirantes de la mirada, en una cascada de fragmentos que no pueden entenderse de manera individual, sino en contacto con el siguiente y el anterior, es decir, como una novela escrita a varias manos, que avanza al ritmo de la vida.
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